miércoles, 17 de septiembre de 2008

Fantasmas

Tu viajas también con tus fantasmas. Con las imágenes que son, hasta tal punto sensaciones, que no logras distinguir la forma de la imagen de la forma que toma la percepción de un instante. No es fácil de explicar, por supuesto, pero la idea es ese revestimiento de la sensibilidad, de la percepción de las cosas, que se sienten como ya dotadas de un sentido y de una forma determinada. Como si se tratara al mismo tiempo de un escalofrío y un recuerdo. De un cambio de luz en la pupila y de un mensaje.
Vienen contigo también los sueños y sus formas: las personas, los objetos, los ambientes, las acciones. No dejas en realidad mucho de ti cuando viajas. Y aunque te conviertes aquí en un desconocido y puedes, en cierta forma, inventar de ti mismo lo que quieras: amores y amantes, enfermedades, dolores y penas, o alegrías infinitas, de ti mismo no escapas. Unico testigo real de quien eres, y de tu esclavitud a quién has sido, no logras huir, no, al menos, del todo.
Han sido dos tardes. Quizás tres. Tal vez el movimiento de un árbol, de su copa exuberante; pero también la quietud y la calma de la calle; la ausencia de autos, la luz que se percibe al atardecer, como retirándose sin haberse ido. El conjunto de todos esto, y de los apagados ladridos de los perros, de la sensación a la vez de seguridad y de placidez, de la suspensión temporal del tiempo. No lo se. El caso es que a mi cabeza ha venido a al mismo tiempo un recuerdo, una sensación olvidada, de la que de pronto me parece la época más feliz de mi vida. Se invoca con un solo nombre, un nombre absurdo y lo menos poético en el que se puede pensar: panzacola.

Ese era el nombre de la calle que, en Coyoacán, en la ciudad de México, pasé algunos de los años de mi infancia, cuando mis padres aun vivían juntos. Vivíamos en la casa número 21, y mi habitación daba precisamente a la calle. Una calle que recuerdo extremadamente silenciosa, en la que no pasaban autos, o pasaba alguno, muy de vez en cuando. En la que yo solía pararme en el centro caminar despacio, sobre el asfalto hasta las esquinas. Desde mi habitación podían verse las enormes copas de los árboles de la mansión de enfrente, que más bien parecía un parque. Y la luz entraba de algún modo, que sólo he vuelto a encontrar aquí.
Hoy descubro que esos pudieron haber sido los mejores años de mi infancia, porque la emergencia de esa palabra, esa imagen y esa catarata de sensaciones, me ha traído a la cabeza la idea de algo extrañamente parecido a la felicidad. Que curioso es viajar tan lejos para, en realidad, volver atras tanto tiempo.