miércoles, 1 de octubre de 2008

Otoño

Ha llegado el otoño. Y como en una de esas actividades organizadas para asombro de los turistas, de pronto todos los árboles comienzan a cambiar de color, y las gentes comienzan a hablar de lo maravilloso que es que cambien de color, y de los lugares increíbles en donde puede irse a ver cómo cambian de color.
Yo, claro, me he contagiado de esa emoción, aunque no se muy bien por qué. Quizás porque se dice que esta es la mejor época del año en Nueva Inglaterra, quizás porque, como dice una maestra de la International House, es mejor hablar de las hojas que caen que del meltown de Wall Street o del Bailout (son palabras nuevas para mi que estreno aquí sin rubor) que no pasa en las cámaras.
Son palabras que se repiten en todos lados: trumoil, meltown, bailout… en boca de todos lo expertos en finanzas que recomiendan no entrar en pánico. Son pocos los signos de que la gente común y corriente esté preocupada. Más bien parece enojada. Se ve en la presión ejercida sobre los diputados para que no pasen el plan de rescate de Bush. Se ve en el cada vez más significativo revés, en las encuestas, a McCain. Y en la pérdida de glamur de la gobernadora Palin (quién si dijo que sabía de política exterior porque desde su casa veia Rusia). Pero también se siente en la calle, pues al fin las personas platican de algo y se les nota, por decir algo, inquietas, lo que en realidad no quiere decir, aquí, gran cosa.
Pero me queda claro que esto es el otoño, y que el invierno todavía está por venir. Así que esto podrá ponerse aun más emocionante para todo el mundo. Pues a decir de los analistas, los efectos apenas comienzan a sentirse: la venta de autos en septiembre, por ejemplo, cayó un 30%. Y no se por qué, de pronto se me ocurrió que en el año en que van a demoler el estadio de los Yankees de Nueva York, tal vez esté por demolerse algo más.
Mi mujer espera que el globarl warming evite que tengamos un invierno muy frio. Yo, pesimista como siempre, estoy seguro que si estando aquí se cae la bolsa como se ha caido, también tendremos el invierno más frío de mucho tiempo. Tal vez por eso, es mejor seguir hablando de la memoria y del olvido. Del otoño y de las hojas.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Memoria


Wiliam Defoe (actor) por Daniel Defoe (escritor), Philip Marolwe (detective de ficción) por Christopher Marlowe (dramaturgo isabelino). Son sólo dos ejemplos de los personajes que suelo confundir en la inconciencia más plena. Como si mi memoria sólo tuviera lugar para un Defoe y para un Marlowe, y sólo recuerda al más resiente (lo increíble es que, además, lo toma como si fuera, en verdad el antiguo). Me ha pasado mil veces. Pero no sólo con ellos. Quisiera pensar que es una suerte de dislexia intelectual (padezco además una dislexia común: confundo v, b, c, s, z, y últimamente me ha dado por escribir muhco, en lugar de mucho), pero a menudo temo que el problema es la forma tan rara en que funciona la memoria. Ese instrumento de evocación fantasmagórica, que sigue unas reglas no siempre muy claras, ni muy justas. ¿Por qué se empeña en recordar nombre de jugadores de futbol, futbol americano, béisbol (muy pocos), tenis y pilotos de carreras, en lugar de guardas espacio para recordar los últimos novelistas que he leído, el ensayista americano que acaba de ahorcarse y que se llamaba…. (no lo recuerdo) o el nombre de esa antigua novia que se me escapa ¿Mireya? ¿Laura? ¿Lidia? ¿Ana?
Se podrá decir lo que se quiera, que la memoria es infiel, que no puede uno confiarse de ella, pero lo cierto es que cada vez más me de la impresión de que se trata de una cierta forma autónoma que se reconstruye cada vez a través de los más inverosímiles caminos: no sólo elige qué recuerda, la forma, el modo y el momento en que lo hacemos, sino que dinámicamente, a lo largo del tiempo, va cambiando de forma ese recuerdo: el primer beso, por ejemplo. Y no hay uno sino muchos, pues dependiendo del día, la hora y la forma en que se aviene mi memoria, el verdadero, el único, el auténtico primer beso es ese que una vez ocurrió una vez sobre Presidente Carranza, y luego el que te di detrás de la sala Netzahualcoyotl, los que nos dimos debajo de uno cojines, en Panzacola. Y después de un rato, aquel de la fiesta en secundaria (en un patio donde llovía), o el del asiento trasero de un coche, en la madrugada, y ese, inolvidable, en un extraño hotel de la Habana. Luego me ha asaltado el de Valencia, hace años, al lado de una alberca, en verano, era un chica rubia ¿Mariana? ¿Mónica? ¿María?. La memoria sigue sola recordándolos o quizás, a veces, me temo, inventándolos también. ¿No hubo un beso en un otoño imposible, en Nueva York?
Descubro que yo me cuento mis fantasías siempre en pasado. Qué es lo que hace que evoque mis deseos cómo ocurrencias pretéritas. Había, estaba, se acercó, los miraba… aun cuando espero, sueño, añoro, en el futuro. Y es que esa capacidad de vivir el futuro lo mismo que el ensueño, como un recuerdo, es parte de la fabulosa confabulación de nuestra fantasía.