sábado, 9 de agosto de 2008

9 de agosto

Pues no lo pasaron en vivo. A pesar de los cerca de 800 canales de televisión a los que se puede tener acceso a través del cable, ninguno de ellos transmitió en vivo la apertura de los Juegos Olímpicos.
Lo anoto porque me parece completamente incomprensible –las Olimpiadas son, en mi imaginario personal el Evento. La ocasión para comprar o renovar la tele. De hecho, la primera tele a color de la que tengo memoria la compró mi tío Vicente en septiembre de 1968 para ver las los Juegos Olímpicos, y cada cuatro años, desde entonces, mi madre aprovechaba la cercanía de las Olimpiadas para comprar una televisión nueva. Así que este desinterés para ver la apertura en vivo, me resultó desalentadora. Solo que hoy existe Internet, así que terminé viendo la inauguración en vivo por la televisión española La 2 (intenté antes la televisión argentina y la uruguaya, pero hablaban demasiado) a través de Justin.tv. Eso me hizo recordar la diferencia infinita que ha significado la aparición de Internet. El 1974, cuando pasé un mes en Oregón, no pude ver la final de la copa del mundo de Alemania, porque entonces para los norteamericanos, no existía el futbol, y además, no había Internet… Aunque nada de esto explica que en un país tan poderoso deportivamente como Estados Unidos, donde en cada ciudad como Providence, o casi, alguien compite en la Olimpiadas, no se trasmita en vivo la inauguración.
Así que la vi por la red. Y lo poco que puedo decir, después de verla retransmitida por ABC, es que resultó bastante aburrida. Por alguna razón, hace tiempo que estos espectáculos inaugurales son todos iguales: hechos demasiado para la televisión y compitiendo por ver quién hace algo más extravagante. Este no estuvo mal, pero tampoco estuvo muy bien. O quizá, entre los pixeles de la transmisión en Internet y lo fatigoso que es una retransmisión, perdí todo interés.
El miércoles inscribimos a Paolo en la Community Preparatory School una escuela que ofrece educación independiente (y agregaría, algo así como alternativa) cuya característica es ser multiracial y multicultural, y ofrecer diversos tipos de becas para estudio, porque recibe fondos privados para ello.
Estando ahí, en el proceso de evaluación y análisis de nuestro caso, sentí por primera vez que estaremos todo un año aquí. A diferencia de School One , donde estudiará Bruno, en que el proceso a sido mucho menos personal, en el Community Prep el trato de los profesores y el personal administrativo, incluyendo el director extraordinario. Al punto de sentirse completamente integrado e involucrado con la escuela. Vamos, que Patricia Luca (encargada de admisiones) terminó dándonos un aventón de regreso a casa.
Definir esto nos dejó finalmente tranquilos y listos para preocuparnos por otra cosa. Como por ejemplo, qué preparar para una reunión de vecinos el viernes por la noche. Confieso que la invitación al convivio me hizo entrar en pánico (como no me había ocurrido desde que llegamos: qué daríamos de comer nosotros que, de entrada, estamos reaprendiendo a preparar de comer (el desmadre en que vivimos en la ciudad de México nos ha llevado a comer de formas bastante raras y que difícilmente puede llamarse cocina).
Aquí no nos ha ido mal, por cierto, y ayer hicimos unas salchichas con puré de papa y una crema de zanahoria que no le pedía nada a nadie. Pero lo de hoy era otra cosa: una exposición pública, con un grupo de gente (algo que mi misantropía ya estaba resintiendo) con un plato… pasé el día al borde de la histeria. Esa afabilidad y esa forma de integración, resulta contrario a mis costumbres gregarias.
Al final, porque esta familia tiene la costumbre de funcionar por inspiración y muy poco por preparación, mientras mis hijos compraban unos celulares acompañados por su mamá, yo entré a un supermercado que sólo vende productos orgánicos, a comprar tortillas, queso fresco (qué si había importado de México y a un precio exorbitante), guacamole (a un precio también inconcebible) pollo que no sangra y no hace caldo y una lechuga para hacer unos tacos de pollo que al final tuvieron éxito. Pero no adelantemos vísperas.
De manera semejante a como ocurre en mi pueblo, San Salvador Cuauhtenco, aquí también cierran la calle para hacer una fiesta entre vecinos. Hay, claro, algunas pequeñas diferencias: para comenzar la calle es pequeña, y una de las cinco que en tramo de 7 cuadras, que lleva al mismo lugar (y no como ocurre allá que cierran la única que baja hacia mi casa). De hecho, es una calle de una cuadra y la cerraron con autorización de la policía que vino a poner sus conos y barricadas. Llovía, con esa lluvia boba que cae aquí y que dista mucho de las furiosas tormentas de agosto en México. Y ello no impidió que nos reuniéramos unas 10-12 familias, alrededor de un par de mesas donde todos habían llevado sus platillos: ensaladas, pastas, y otras cosas incomibles a la vista. Había poco alcohol (otra diferencia con mi pueblo, en donde lo que no hay es agua). La reunión resultó grata: estaba Mark y su mujer, Bobbi y Tom. (que me resulta enormemente simpático), Ruth, una maestra de cultura clásica en una preparatoria muy costosa de Providence, Moses Brown, con la que Adriana y yo hicimos buenas migas. Un bibliotecario de Rock (ese es el nombre cariñoso con el que se conoce a la fabulosa biblioteca de Brown la John D. Rockefeller Jr. Library), cuyo nombre no conservé en la memoria. Además conocimos a un sociólogo británico que impartirá clases en la RISD (Rhode Island Scoohl of Design), un irlandés cuyo inglés me fue imposible, un médico y su mujer, de trato terso. Hubo otros, pero mi esfuerzo por socializar, terminó por agotarse.
El resto de la noche fue más pacífico. Y entonces reparé en algunos de los temas que hay que tratar pero que no he tratado. Las formas tan singulares de ir al super y la intensa curiosidad que me producen ciertos anuncios comerciales. Pero de eso hablare pronto. En esta extraña ciudad en que no parece, salvo por algunos discretos letreros, que habrá elecciones, y en dónde los grandes eventos internacionales pasan desapercibidos, también llega la hora de dormir.

viernes, 8 de agosto de 2008

5 de agosto 2008


De pronto los días se suceden rápidamente. Hay cambios definitivos en la rutina, aparecen las prisas, se altera el sopor de estos días que deambulan entre las vacaciones y las premuras. El domingo fue un día perdido en Mall. La intención era ir al cine, pero el costo de las entradas no hizo pensarlo dos veces: 12.50 por persona, que multiplicado por cuarto, más las palomitas, estaba como para buscar alternativas: el martes cuesta la mitad, 6 dólares (y además hay un combo de palomitas y refrescos por 6 dólares que está de pesarse) . Por eso volvimos hoy, para ver la Momia 3 después de tratar de hacer coincidir, en 15 minutos de deliberaciones, cuatro voluntades poco flexibles. La verdad es que la película no vale la pena, y en estas pantallas de alta definición, los efectos especiales vuelven a verse como en los años 60, sobre todo cuando son tan malos como los de la Momia.
El lunes fue el día de los grandes cambios, y de los eventos. Primero, llegó el cable y el Internet inalámbrico. A las 10 en punto, un joven simpático de la empresa Verzion, llamó a la puerta para iniciar la instalación. Nunca había tenido una experiencia así fuera de México. Me refiero a tener a un instalador en casa: la experiencia fue extraña en varios detalles. Uno, la precisión de las explicaciones, a cada paso y en cada momento. Segundo, la inesperada interrupción para comer (precedida de una explicación detallada de las razones por las que tenía, forzosamente, que hacer esa interrupción). Tercero, el regreso razonablemente puntual para terminar el trabajo, pero sobre todo, cuatro, que no hubo que firman ni de recibido y ni de entregado ni de que el trabajo se hubiera hecho (qué costumbre más insólitas da la confianza.)
Pero lo mas divertido, si se puede decir así, fue darme cuenta de lo extraño que es tener un trabajador dentro de casa se dirija a ti en un idioma extraño. Era inglés por supuesto, pero algo en la forma en que se establecen esas las relaciones con los que vienen a instalarte algo a la casa, hizo que el hecho de que me hablar en con otro idioma me resultara completamente inquietante. Es difícil decirlo con más claridad, pero la ideas que rondaban mi cabeza mientras lo veía subir y bajar, hacer perforaciones, acomodar los equipos, era la de estar en la presencia, de un ser de otro planeta.
Al tiempo que esto ocurría, Paolo, acompañado por Adriana fue hacer un examen de colocación al centro de educación pública del estado. El tema de la educción pública y el acceso a ella, es aquí un poco complicado. En general, todos con quienes hemos tratado, asumen que uno vino a quedarse (no parece existir la opción intermedia de venir a pasar solo un tiempo), y eso complica las cosas. En la cuestión educativa, porque se asume que hay que preparar a los niños para que presenten sus grados, y la visión es, por tanto, la de fortalecer el idioma más que otra cosa, pero pensando en un muy largo plazo. Además, uno no escoge la escuela, sino que esta es decidida por las autoridades a partir de una serie de condiciones y de procedimientos, en los que uno es una lotería (una forma democrática de asignar lugares en las escuelas más demandadas), algo que me hizo pensar en el Napoleón de Nothing Hill de Chesterton, en que en un futuro, las elecciones democráticas en sentido más puro, son una lotería. El caso es que, por los resultados del examen, la propuesta es que Paolo fuera a una escuela donde adquieren el segundo idioma progresivamente (la imaginación de Adriana fue pensarla como un centro de inmigrantes en un sentido muy negativo, así que no me explayo sobre eso). En cualquier caso, mientras esperamos la asignación definitiva que llegará en algún momento por correo, hemos vuelto la mirada a la educación privada también para él (híjole, lo que me va a costar).
Por la tarde, y para compensar la frustración de Paolo, decidimos salir a dar una vuelta. En la cancha de futbol americano, que es pública y que está a un par de cuadras de las casa, había unos chicos jugando Rugby y otros (no tan chicos, ciertamente, sino jóvenes de cierta madurez como yo) jugando fútbol soccer (ahora se ve mucha gente jugando soccer, algo impensable hace años). Tuve la puntada (más para que Paolo jugar que para que yo lo hiciera) de preguntar si nos dejaban jugar. Lo hicimos y yo, aun estoy tratando de desentrañar, la extraña experiencia que eso significó, pero sobre todo, de recuperarme del esfuerzo físico que me dejó, literalmente molido.
Abro ahora un espacio, breve, pese a todo, para hablar de la televisión. Esa cosa fascinante que llegó junto con el cable y que rompió la armonía idílica que es vivir sin tele.
Bruno se había hecho a la idea de que no tendríamos tele y siguiendo el consejo de Renato González, llegó a pensar que seríamos una familia integrada, que platicaríamos animadamente sobre las cosas del día, en la mesa del comedor, mientras comíamos. Pero esta tele tiene Comedy central (un canal que emite programas cómicos todo el día –produce, por ejemplo, South Park) y el influjo de los rayos catódicos lo hizo cambiar muy rápido de opinión.
Yo en realidad, nunca he sido de esa idea (ni Adriana tampoco, y por eso hay cable). En lo personal, siempre he pensado que la televisión tiene sus ventajas (que hoy incluso la hace ser un fenómeno cultural de la mayor importancia), no sólo para el olvido de sí… que cuando uno es un poco remolón para hacer yoga, es perfecto… sino para pensarse conectado con el mundo. ¿No es esto, acaso, ésta una paradoja simpática? En cualquier caso, uno no sabe lo que es realmente la televisión (ni lo que llegará a ser en algún futuro no muy lejano) sino hasta que contratas cable en Estados Unidos. No es sólo el demencial número de canales que hace impracticable el intentar ver un programa de una hora de cada canal en una semana, sino que tamaña competencia, hace que uno cobre conciencia de la cantidad de contenido que se produce. Habrá que hacer una nota sobre la programación matutina, la vespertina, los programas de jueces, la televisión local, los deporte; en fin, que habrá que escribir mucho sobre la tele, que no se limita al tema de las series (estas son como la cereza en el pastel), sino de todo ese mundo fascinante que se esconde detrás de ellas.
Pero, como decía, la tele ha llegado y eso abrevia el día. Hoy emiten Bones a las 10 y voy a estar ahí.

2 agosto 2008

Ayer vino Bobbi y su hija. Más tarde su esposo Tom. Son vecinos que viven a una cuadra, sobre Hope. Vinieron a presentarse, con unos panecillos deliciosos, y una disposición que a mi me sigue asombrando. Terminamos yendo con ellos, Paolo, Bruno y yo, a un concierto gratuito de jazz al centro de la ciudad, por la noche. Uno de esos acontecimientos, inconcebibles en mi ciudad en México, que me hacen valorar la forma en que se apropian aquí y viven su ciudad: sobre una pequeña colina, al borde del río, en un atardecer con un cielo azul sin nubes, en que poco a poco, con la discreción que acostumbra la naturaleza, el sol va desapareciendo y en contraste, emerge de la ciudad la silueta eléctrica de los edificios, nos sentamos para dejarnos perder entre la música. El jazz tiene esa característica tan peculiar que no parece exigir una escucha atenta, sino divagante. Aquella en la que se pierde la conciencia de la escucha, para dejarse llevar por los pensamientos, y a la que se vuelve, como la música vuelve al punto que enmarca la entrada o la salida de una interpretación.

Hoy volvimos al río que recorta por un costado el centro de la ciudad, y que separa éste de la colina en que se encuentra la Universidad de Brown. Fuimos hoy porque el espectáculo era otro. Uno del que nos habían hablado mucho, porque es, probablemente, el evento más tradicional de Providence. En el waterfire se encienden, a todo lo largo del cause del río, pebeteros donde previamente se ha colocado madera. Al mismo tiempo, sobre la ribera, hay bocinas desde donde se escucha música, de modo que el espectáculo del fuego sobre el agua y la música, vuelve la ribera del río un paseo propicio en el atardecer. El evento atrae una pequeña multitud, que además tiene la ocasión de cenar en restaurantes improvisados al aire libre por diversas organizaciones, escuchar algún concierto de música promocionada por una compañía telefónica; en fin, que puede uno tomarse un helado, caminar de la mano con la novia, o perseguir a los hijos, que siempre andan un paso delante de uno.
A pesar de la atracción de los espectáculos, el tema de las escuelas –sobre todo, el tema de la escuela de Paolo- sigue siendo objeto de preocupación. Al ser una escuela pública, y al tener opiniones divididas sobre ésta, hay sentimientos encontrados en nosotros. ¿Hasta qué punto nuestros temores se basan en la realidad de la escuela pública mexicana? ¿Hasta dónde es la influencia de las películas y la televisión americana? ¿Hasta dónde la realidad de la escuela pública en este país es completamente diferente a como la imaginamos?

miércoles, 6 de agosto de 2008

31 julio 2008

Las burocracias son, quizás por su propia naturaleza, muy parecidas en cualquier parte. Ocupan edificios feos –construidos entre los 70s y los 80s-, que además parecen deshabitados. En ellos, los escasos burócratas presentan la misma actitud entre desganada y prepotente. La seguridad social en Providence no es una excepción: se encuentra en el tercer piso de un edificio de oficinas federales de ladrillos rojos y apariencia moderna, al final de la calle Westminister, en el centro de la ciudad.
El edificio no tiene otra particularidad que el de parecer de oficinas de gobierno. Y al interior, el panorama no cambia mucho. A la entrada un arco detector de metales, con los tres uniformados que de camisa blanca (algo impensable en México) y pantalón azul, reciben con los rituales de costumbre. En el segundo piso fui a obtener mi número de seguro social, que no comprendo muy bien para que sirve, pero sin el cual no puedes hacer nada, no hay nada más que un grupo de ventanillas y un corredor de sillas, donde salpicados aquí y allá había unas cuantas personas. Precisamente aquellas que imaginas encontrar en un lugar así, y que, probablemente, están ahí siempre, por el aire acondicionado y las sillas, por el tipo de solicitudes y compensaciones que puedes hacer.
El tramite fue rápido pero, como buenos mexicanos, pensamos que no podía ser tan simple y decidimos enredar las cosas. Discutimos si sólo yo, o todos, debíamos tener ese número… y esa discusión nos hizo ir al edificio de inmigración, que casi cualquier transeúnte conoce en Providence, para enterarnos que bastaba con que yo, y sólo yo, tuviera ese número. Ahora solo espero un correo postal para, más adelante, poder completar el trámite y obtener mi tarjeta.
El resto fue comer y visitar el mall, tomar un autobús, que costó casi tanto como si hubiéramos tomado un taxi (7.25).
Por la tarde yo me detuve un largo momento, a contemplar desde la ventana del porche y con sorpresa, cómo los automóviles se detienen antes un aviso de “Stop”, sobre una calle en la que prácticamente no pasan autos, y no hay peatones, un instante para luego continuar su camino. Qué es lo que hace que estas personas tengan esa relación con las señales de tráfico, con la cortesía necesaria con el peatón, con las reglas. ¿Es el ambiente provinciano de la ciudad? ¿Es cierto tipo de educación? ¿una tradición cultural?
Por cierto, conocimos desde ayer, aunque sólo hoy le vimos con algo de calma, a Mark Binder, vecino en Morris Av. que tiene un hijo de 12 años que le saca una cabeza a Paolo, y que es Author y storyteller, como dice su tarjeta. Prometió invitarnos a cenar la semana. Es difícil no sentirse bienvenido cuando te reciben como nos han recibido, Rose, Mona y ahora, Mark.

martes, 5 de agosto de 2008

30 julio 2008


El día pasó lenta, muy lentamente. Como si no tuviera prisa ninguna en ocurrir. Y se fue, así, despacito, llenando de cosas de una manera inmóvil, casi estática…
Adriana salió temprano a ver con Mona el tema de las escuelas. Ahí comenzó el letargo. Esperamos varias horas sin que yo me decidiera ni a salir ni a hacer nada. Al final, aproveché el tiempo para terminar de leer –tumbado en uno de los porches, porque la casa no tiene uno, sino dos- La casa de Dostoyevsky, de Jorge Edwards. Una novela que bien vale un comentario: me gustó de una forma rara, extraña. Es un libro triste, sobre un poeta infeliz que arrastra el dilema latinoamericano de la política entre los 50 y los 70. Es un retrato de la ambigüedad política de los intelectuales de su falta de definición y de “compromiso”, y del resultado final de ser repudiados por cualquier gobierno de izquierda o de derechas. Sobre todo de aquellos que no son, como otros, los poetas oficiales, el emblema mismo del sistema y de la era… De algún modo me pareció identificar personajes, situaciones, hechos que relaciono con la polémica tardía, en la prepa, entre el escritor comprometido, y el intelectual liberal. Pero me gustó en parte por la reflexión, que a casi treinta años de distancia (o menos en mi caso) esa reflexión se ha vuelto humo, o un sin sentido, no sólo por la caída de las ideologías, sino por la cada vez menos clara posición del intelectual, que ya no es, necesariamente, algo relacionado con la oficialidad (aunque existe…) sino con los medios y la fatuidad mediática…
En cualquier caso, luego de leer y de pensar en todo eso… me dio por leer proyectos de tesis y avances de las mismas que tenía pendientes. Y lo hice lentamente, como pasaba el día, sin prisa, sin nada que resultara presuroso.
Y así de pronto volvió Adriana. Y lo hizo sin noticias claras, con todo muy confuso, sin que realmente hubiera ayudado mucho el que se hubiera ido a pasear. El caso es que, hasta donde ahora entiendo, el tema de las escuelas y en particular, la de Paolo es menos clara que lo que habíamos pensado –parece que el ambiente social es un poco cargado y pesado y que a lo mejor no es el mejor lugar para que asista. Pero la cuestión es que las otras opciones públicas no parecen ser accesibles o no tener lugares disponibles –esperaremos una llamada quizás milagrosa que abra alguna de esas puertas cerradas- y el asunto de pagar otra escuela si bien no es del todo imposible, si es verdaderamente una locura. Eso nos ha puesto un poco como locos, porque rompe con todos nuestros planes y nos enfrente a una posibilidad que no nos gusta: que Paolo vaya a una escuela en que no se la pasa bien, en que tenga problemas, en que algo no salga como nosotros queremos.
Esto nos dio algunas horas de angustia que por el tono del día, fueron pasando con una lentitud desesperante, como para que la angustia se quedara suspendida entre un punto y otro de la cocción de la pasta y de la carne. Pero sobre todo, en la eternidad que transcurrió en la lavandería, donde aprendimos, con una torpeza igualmente infinita, el sencillo, pero a la vez, extraño proceso de lavar la ropa y secarla. Tuvimos éxito, a pesar de los tropiezos, de la angustia, y de la lentitud con que pasaban las horas…
Después todo se calmó y comenzó a correr de nuevo el tiempo. Fui al departamento de italiano, llamé a mi suegro, leí mis correos, hablé un rato por el Chat con Ali. Y esas simple acciones fueron dándome otras fuerzas –porque ahora si resolví lo de mi tarjeta de débito y pude sacar dinero del banco- y acabamos por comprar un teléfono celular, algo que podríamos haber hecho antes, sobre todo porque Adriana comienza a extrañar su casita y su familia. Al final, de regreso, caminando con Bruno, todo fue tomando nuevas perpectivas.

29 julio 2008


Hace mucho calor. No es un calor extremo como el de los trópicos, asfixiante, pesado. Ni siquiera es un calor como para irse a la playa y agarrar color. Es mas bien un calor húmedo que al principio no se siente, y que sólo con el paso de las horas –y vaya si hoy caminamos horas- se va haciendo más grueso, hasta volverse aplastante de estar tan presente.
No hace falta adivinar mucho para saber que hoy fue un día soleado. Aunque para los planes hechos, un día tan luminoso resultó una paradoja. En los asuntos personales, el día resultó estar lleno de claroscuros. No pudimos inscribirnos a la biblioteca pública que estaba concurrida y activa, e invitaba a estar en ella y pasar los ojos por los libros. No logramos, porque el día se fue convirtiendo, como se verá, en un laberinto, llegar a la biblioteca principal de Brown. En su lugar, primero, no pude sacar dinero del banco para pagar la renta –que pagamos por etapas, porque dependemos de lo que se nos permita sacar del cajero- y hoy “por seguridad” el banco decidió bloquear mi tarjeta (como suele ocurrir más que a menudo por que uno no sabe cómo informarle al banco de sus planes de viaje). Más tarde –y me sorprendo de la serenidad con la que afronté el hecho- y casi sin trabas y sin angustias -y en contraste también, con la experiencia de México- la desbloqué telefónicamente. Pero la aventura, si puede llamase así, comenzó tras el almuerzo.
Una anotación al margen, antes de seguir: traemos un lío con las comidas y con las horas y con las formas de comer, pues no comemos como antes, ni, supongo, como aquí se acostumbra, sino a las horas en que nos da hambre y que, pensamos, quizás ingenuamente, corresponden a las de aquí. Y se me ocurre, así de bote pronto, que entiendo por qué en Cuba comen a todas horas, al confundir la tradición española, con la americana.
Pero volvamos. Decía que tras el almuerzo decidimos que queríamos ir a ver el mar, o el río o lo que fuera que tuviera agua, pues en este estado en donde las placas de automóvil dicen The Ocean State., no habíamos visto nada que se la acercara en tres días y hoy aspirábamos a hacerlo. Pero al encaminarnos hacia las aguas, decidimos buscar primero la escuela de Bruno. Dimos con ella, un poco por orientación y otro poco por suerte. La escuela me recordó mi Kairós, sobre todo el salón de cerámica que me trajo de pronto recuerdos muy fuertes de mi escuela primaria, en la que más de una vez aprendí a hacer tazas y platos, siempre un tanto deformes, que no hace mucho sobrevivían en casa de mi madre. Con esto lo que quiero decir en realidad, no solo que la escuela me gustó, sino que me puso en contacto otra vez y con gusto, con ese magnífico frenesí de la creación y de la imaginación que alguna vez viví.
Pero si la escuela nos gustó a Adriana, a Bruno y a mi, -y supongo que también a Paolo pero él no dijo nada- su costo nos puso en capilla. Cuesta 50,000 pesos más que lo que tenía presupuestado para todo el año. Y además, porque aquí se paga de formas muy raras la escuela: primero uno firma un contrato, y paga en una sola exhibición –por lo que uno se hace acreedor a un descuento mínimo, del 2.5%-, trimestralmente o bien, mensualmente pero a través de una financiadora –SallieMae. De modo que, por un momento –uno podría decir, varias cuadras, pensamos que no nos alcanzaría y que quizá tendríamos que buscar opciones. Y ahí, en ese laberinto de preocupaciones en las que uno se abisma, nos perdimos. Comenzamos a caminar siguiendo una intuición indefinida, según yo hacia el mar, el río o simplemente el agua, que nunca vimos aunque, lo sé ahora, estuvimos más o menos cerca, hasta que tras ir a una tienda preguntamos cómo ir al río o al mar, o a donde fuera, y terminamos por volver, tras una larga caminata llena de zozobras y preocupaciones.
Al final retornamos. Volvimos sobre Hope St. un nombre significativo –además de una de las calles principales de Providence- con el que llamar al camino de regresos y de salida de casa.
La cosa es que me gusta esta vida familiar, cercana, en la que yo cocino y comemos juntos, y los niños ayudan a arreglar la casa y la cocina. Una vida que no llevamos en México, en donde cada quién come donde quiere y como puede. Pero vale decir, aun no hay televisión.
El día, claro, termina con una conversación de adultos con los niños. Es una manera de trasmitirles nuestra angustia, pero también de hacerlos responsables de lo que estamos haciendo. No lo sé aun, ni se qué tanto, pero por supuesto, que todo esto mueve muchas cosas.

lunes, 4 de agosto de 2008

Providence 28 julio 2008

Llegamos al fin. Un viaje largo como hacía mucho que no teníamos uno. Un viaje propiamente de tres días: salimos el viernes –pasamos la noche en casa de los abuelos. El sábado, luego de un vuelo movidito, llegamos tarde a Atlanta para la conexión con el que nos llevaría a Boston. De modo que pasamos la noche ahí, en un hotel llamado The Red Roof Inn donde la aerolínea había negociado un descuento. Por cierto, el nombre del hotel me pareció exótico y aun no logro hacerme una imagen de algún tipo con él.
La verdad es que todos estábamos tan cansados, que la idea misma de dormir antes de salir de nuevo al aire, resultaba de los más atractiva. La última semana, llena de angustias y sobresaltos, infundados todos, no nos habían dejado dormir. Además, un restaurante de una conocida cadena que prepara waffles –no recuerdo el nombre del lugar- fue motivo de entusiasmo para mis hijos, y una buena solución para acabar un hambre que estaba por volverme loco. Lo más sorprendente, visto ahora en perspectiva, es la serenidad que mantuvimos todos antes lo imprevisible de la situación. Ni Paolo, que había perdido un juego en el avión (no uno cualquiera, sino el Guitar Hero), ni Bruno, que puede ser completamente intratable cuando hay una emergencia, ni Adriana, tan dada a los reproches y las quejas, ni yo, que tan fácilmente recurro a los si hubiera… echamos manos de nuestro arsenal para torturarnos, agredirnos o desesperarnos. No. Todos mantuvimos la calma, y después de cenar, fuimos a dormir bajo ese extraño techo rojo unas cuantas horas, porque había que levantarse a las 4 y media, para estar de nuevo en el aeropuerto a las 5:30. Ahora si para tomar el vuelo a Boston.
Y eso hicimos, puntualísimos. Y todo fue de maravilla. Llegamos a Providence. después de tomar un autobús desde el aeropuerto Logan. Un autobús que, en contraste con el frenesí del viaje, era un bálsamo: el chofer manejaba a un ritmo perfecto, relajado, sin sobre saltos, para ser tan puntual como lo fuimos nosotros. Y Paolo y yo (Adriana había dormido en el avión y de Bruno no se) dormimos a pierna suelta. Tan dormí bien que se me olvidó por completo y hasta ahora (y quizás mañana, cuando vea mi estado de cuenta) que el hotel reservado en Boston para pasar la noche y al que no llegamos, me cobraría el costo de la habitación… (la segunda baja del viaje, después de la lamentable pérdida del juego de Paolo).
Pero llegamos al fin. Y en Providence nos esperaba Rose Smith (nuestra casera) con su hijo y un amigo suyo (y de Mona que como se verá es un personaje fundamental en esta historia) en la casa que habitaríamos: el segundo piso de una casa típica de esta zona de la Nueva Inglaterra. La casa era más grande de lo que esperábamos. Había tres cuartos –y no sólo dos, como lo pensábamos. Así que Bruno se alegró de no tener que dormir con Paolo, y cada uno cogió de inmediato su propia habitación. La mía y de Adriana, extrañamente, queda lejos del baño, y detrás de la cocina, lo que me parece un buen síntoma –pues en un lugar parecido se encontraba la estatua de Príapo en la casa de los Vetti en Pompeya.
Rose es una mujer agradable y muy bien dispuesta, que nos ha hecho la vida esplendida. No sólo la casa está impecable, y con el mobiliario necesario, sino que además se ha ocupado de proveernos de algunas cosas que pudieran hacernos falta y que no estaban originalmente incluidos: una tele, una cafetera, un horno eléctrico. Y en los dos días que llevamos aquí, me sorprende verla francamente preocupada por que nos sintamos completamente a gusto. Ella es menuda, de poco más de 50 años. Y da la impresión de ser una mujer endurecida por la vida, que no a perdido ni el gusto por vivirla, ni la sencillez de compartirla.
Mona es de cierta forma, la artífice de que vivamos aquí (ella convenció a Rose de que rentara el departamento y a nosotros, sin mucho trabajo, de que lo tomáramos). Y hoy vino por nosotros. A las 10 de la mañana estaba a la puerta, en la mejor disposición para llevarnos de compras, a conocer algo de Providence, y a hacer algunos trámites burocráticos para quedar perfectamente legales en este país lleno de mexicanos que no lo son. Es una mujer grande –sin exagerar- de origen Noruego, que marcó casi de inmediato si distancia frente a la cultura americana. Con Adriana hizo unas migas excelentes y logró que nos sintiéramos completamente bienvenidos y en casa.
Hoy, pues, fue día de supermercados –cuyo principal resultado fue una elevación de mi preocupación frente al costo de la vida (nuestra vida) en este país- y de sencillos trámites burocráticos, por los que conseguí una credencial de Brown y con ello el acceso a la biblioteca virtual y no virtual.
Pero vale la pena recordar el día de ayer porque por la tarde, aburridos y sin tele, salimos a dar una vuelta. El día estaba encapotado y había llovido. Pero estaba fresco y se podía caminar, así que fuimos hacia Brown y su pequeño conglomerado de tienditas (la universidad es, físicamente hablando, un poco evanescente, porque fuera de un par de edificios emblemáticos en su corazón, se va haciendo indistinguible por las calles, en las que aparece y desaparece por doquier. El caso es que tomamos un helado, descubrimos el cine de arte y de vuelta, nos hemos mojado hasta quedar hechos, verdaderamente una sopa por completo.
Por cierto que hoy los niños gastaron todo su dinero (o casi) en comprar juegos de video (Broadband, un Xbox, y libros y películas y muñecos de Hellboy…) con los que nos torturaron toda la tarde, sin piedad. Lo cierto es, sin embargo, que eso es algo que nos ha hecho sentir como en casa a todos. Hay al menos, lo que es conocido. Y para mi, que lo he disfrutado escribiendo estas líneas en caso hora y media, me encanta el tener tanto tiempo, la maravilla de que esto se prolongue o pueda prolongarse casi tanto como uno quiera…