miércoles, 8 de octubre de 2008

Late Night with Conan O'Brien

A las 4:50 estábamos en el piso 7 del Rockefeler Center en el set de Late Night with Conan O'Brien. El set es más bien pequeño. Es un espacio rectangular en que una parte la ocupa una tribuna donde caben doscientas personas, como en un pequeño teatro, sólo que la tribuna, en relación al escenario, está elevada y continúa elevándose, para poder ver al anfitrión y los invitados, entre la maraña de cámaras y de personas.
Lo primero que llama la atención, una vez que has pasado por los detectores de metal, haz subido al elevador y a has entrado al set, es que está notablemente limpio y ordenado, pero sobre todo vacío. No hay técnicos, ni camarógrafos, ni está el floor manager ni el productor. Solo la señorita amable que nos codujo desde la planta baja hasta ahí y que se coloca al final de las escaleras que bajan de la pequeña tribuna al piso del set, nos permite saber que alguien más está a cargo.
El ambiente es tenso como en el teatro por la presencia de objetos inertes: las cámaras abandonadas por todo el espacio libre del set, el pequeño escritorio y los sillones que están, al frente y a la izquierda, sobre una tarima redonda, en cuyo fondo hay una panorámica desde el aire de Nueva York de noche y, en una esquina, pegado a la tribuna del lado izquierdo, sobre otra tarima, una batería que junto con los instrumentos de una banda que no ha llegado, colaboran a darle a todo una aire fantasmal. Al fondo y a la izquierda hay una cortina azul, desde la que, ya desde ahora, sabes que saldrá el grupo de rock invitado al programa. De ahí es de donde sale, de pronto, el único técnico que se ve pasar. Un hombre muy alto y gordísimo, que cruza el set, sube las escaleras de la tribuna y desaparece al fondo, solo para reaparecer, minutos después por la única puerta que tiene el set a la derecha, para volver a subir por las escaleras y desaparecer por completo. No entendemos qué pasa, pero es la única interrupción que nos saca de un letargo que se prologaba, y que realmente termina en el momento en que se encienden las televisiones que están encima de nosotros y comienzan a trasmitir segmentos de programas pasados. El volumen es alto y la reacción es inmediata, todos reímos –a veces creo, sin saber muy bien por qué- contagiados por la curiosa alegría de participar en ese programa.
Ignoro si fue mucho o poco tiempo, porque para entonces había perdido todo sentido de la duración. Pero de pronto, de la puerta latera de set sale un individuo alto, acompañado de otro más pequeño haciendo chistes. No es el anfitrión del programa, pero es sin duda un cómico que pregunta de dónde viene la gente presente en el auditorio, hace chistes, se burla de nosotros, y al mismo tiempo nos instruye: nos agradecen que estemos ahí, pero ya que estamos hay que aplaudir fuerte, como si nos gustaría, y reír. Nos dicen también que podemos ver la televisión y quizás vernos, pero que evitemos saludar y gritar: mamá, estamos aquí. Su participación se interrumpe súbitamente a una señal del más pequeño. Y de la cordialidad pasa al silencio. Ahora vemos que en el set están los músicos de la banda que han ido a ocupar su esquina y comienzan a tocar.
Un momento después, finalmente, sale nuestro anfitrión: Conan O’Brien. Es muy alto y muy flaco. Lo percibo desproporcionado, como a mucha gente de la televisión. Su cabeza es demasiado grande en relación con su cuerpo, y sus piernas son demasiado flacas, de modo que parece no sólo una persona, sino también su propia caricatura. En cuanto sale todo cambia: dos australianos sacan una bandera en una de las últimas filas; una chica saca de entre sus ropas un retrato a lápiz de él. Todo para llamarle la atención. El comienza por saludar de manos a todos los invitados de la zona VIP. Con uno de ellos baila y se da un abrazo. Luego invita a una persona más a abrazar al primero. Nos contagia a todos y aplaudimos a rabiar y nos reímos. El efecto es inmediato: como una energía que súbitamente se transmite. Luego se dirige a los australianos: en el show va a estar Russell Crowe, que es australiano también. Así que apura los chistes y vuelve a agradecer la presencia de todos en el programa. Luego desaparece por la cortina del fondo. El programa en realidad está a punto de comenzar.
En el set ya hay un grupo grandísimo de personas. Camarógrafos, técnicos, asistentes, el floor manager, el productor. Comienza la banda en vivo a tocar. En las pantallas vemos el anuncio de entrada del programa, y luego a Conan O’Brien salir detrás de la cortina para iniciar la conducción del programa. Nada es improvisado, cada uno de los chistes, de los comentarios y de las cosas que dice, están en unos cartones que alguien sostiene sobre la cámara: no hay teleprompter pero si estos cartones que contrastan con las sofisticadas cámaras de alta definición. Me sorprende la forma en que aprovechan el espacio. Pues en la televisión no se ve lo estrecho que es todo, ni siquiera lo pequeño que en realidad es el escritorio detrás del cual se sienta el conductor. En el fondo, está por demás muy claro que el set no tiene por qué ser enorme, si solamente veremos a un señor sentado un escritorio.
Como la película de la temporada es Beverly Hills Chihuahua, sin que nos demos cuenta, en lugar del baterista de la banda está ahora un pequeño perro chihuahua que no he visto salir de ninguna parte. El ir de la pantalla al set es algo que impide percibir, justamente, lo que ocurre fuera de la pantalla. Luego sobre el escritorio aparece el chihuaha que sustituye a O’Brian, este se ha pegado a una pared para quedar fuera de la toma de la cámara y desde ahí continúa con su parlamento. La presencia de los animales permite ver la diferencia entre lo que se mira en la televisión y lo que se percibe en el set. Los perros no hablan en realidad, y se ven desconfiados en lugar en que han sido colocados. En la televisión, en cambio, son las estrellas. Finalmente viene el corte a comerciales. En ningún momento vi entrar o salir a los perros, y ahora busco donde estarán. Pero se han ido. Durante los anuncios, todo se releja: todos caminan en torno a Connan, o se arremolinan alrededor de las cámaras. Después vemos al Floor Manager indicar el reinicio del programa. Se prende la señal de aplausos por primera vez y hacemos lo que nos corresponde… El programa sigue con sus segmentos y secuencias. Es entretenido estar ahí ver simultáneamente el set y el programa –que se trasmitirá ese día a las 12 de la noche. Finalmente llega el momento estelar y O’Brian presenta a Russell Crowe.
Me sorprende verlo salir y confirmar que, en efecto, se parece a sí mismo. Y no deja de impresionarme la existencia de estas personas que han aceptado el arduo trabajo de ser reconocibles para todos. Y no sólo reconocibles, sino incluso familiares: a el lo he visto visto en la privacidad del cine o de la casa, incluso en la intimidad de la cama. Además, cómo se que ha hecho papelones estando borracho, que está casado, que tiene un hijo. Por otra parte me divierte oírlo hablar de su hijo, de su relación con él, de la intensidad de su cariño, expresada siempre a través del teléfono: para que requerir su presencia, pienso, cuando su imagen está por todas partes. Le sigue Alicia Keys. Es hermosísima, pero es muy rígida. Más bien parece muñeca de escuela para damas: camina con la espalda perfectamente recta, se sienta con la espalda recta también, mirando al frente, sacando el busto. Su vestido y su piel brillan más en la pantalla que en la realidad. La luz que emana la imagen la resalta y le envuelve. Sentada ahí al fondo, no se ve tan lustrosa, pero está modelada a la perfección. Se traiciona al hablar: no tiene tanto dominio de sí misma y no se ve espontánea en lo que han preparado, una tonta conversación sobre sombreros, que termina cuando ella le regala un sombreo ridículo a él. Pero canta un trozo del Mago de Oz y la potencia de su voz es impresionante.
El show finaliza con una banda de rock inglesa de la que no logré retener el nombre. Luego el anfitrión se despide del publico en casa y sólo unos instantes después de nosotros en el estudio. Las luces se apagan… salimos en silencio, todavía con algunas risas, el recuerdo de algún chiste tonto. Nos esperan las calles de Manhatan. Es ya de noche, pero Nueva York sigue siendo el que era, cuando hemos entrado.





lunes, 6 de octubre de 2008

Fuera de lugar

Yo digo que ahora hace frío, aunque en realidad, los demás actúan como si fuera, bueno, un poco más fresco que en verano. Es la falta de costumbre, de saber qué es tanto frío. Además, está el problema de no tener la ropa adecuada –las variantes de las temperaturas son tales, que pasamos de un verano calurosísimo, a un otoño muy fresco- que hace sentido el que haya tal precisión en la moda: ropa para otoño, no muy pesada ni demasiado caliente, y ropa para invierno, mucho más cliente y pesada. Pero vestir a cuatro para cada ocasión es una misión si no imposible, si muy costosa, y eso no me hace feliz. Así que andamos en parte con ropa prestada, que no es para el otoño –bueno, en realidad ando yo que soy siempre el más exagerado- de modo que mi sensación de sentirme fuera de lugar se ha incrementado.
Pero en el fondo, en un país en que el individualismo es la divisa, estar un poco fuera de lugar es también estar un poco “in”. Me gusta esta paradoja que hacer realmente difícil a cualquier estar verdaderamente fuera de lugar. Incluso el perturbado que el otro día en uno de los baños de los comedores de Brown orinaba con los pantalones a mitad de las rodillas mientras platicaba consigo mismo, casi me pareció un individuo perfectamente normal. Roberto, un amigo, me hizo notar que era uno de los locos del campus y sólo hasta entonces asumí que lo era.
Porque hasta ahora, sólo en Kennedy Plaza, donde está la estación de camiones, había visto a los outsiders: los homeless, los heroinómanos y, claro, los pobres, que aquí siempre se ven como fuera de lugar. Y es que llama la atención la forma en que en esta ciudad, al menos, están en pugna el estándar contra la diferencia. Una tensión singular porque son dos tendencias acentuadas en todos lados. Nada por debajo de la norma, todo diferente. Y en la medida en que las diferencias sociales están notablemente más mitigadas que en América Latina, esto se vuelve una tensión en la definición de la identidad. Y aunque esta conclusión suene completamente fuera de lugar, creo que, por primera vez, entiendo alguna de las razones para la moda: una de las soluciones a la tensión entre estándar y diferencia.

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El video corresponde a una obra presentada dentro de Pixilerations, un evento de creación multimedia.