domingo, 28 de septiembre de 2008

Memoria


Wiliam Defoe (actor) por Daniel Defoe (escritor), Philip Marolwe (detective de ficción) por Christopher Marlowe (dramaturgo isabelino). Son sólo dos ejemplos de los personajes que suelo confundir en la inconciencia más plena. Como si mi memoria sólo tuviera lugar para un Defoe y para un Marlowe, y sólo recuerda al más resiente (lo increíble es que, además, lo toma como si fuera, en verdad el antiguo). Me ha pasado mil veces. Pero no sólo con ellos. Quisiera pensar que es una suerte de dislexia intelectual (padezco además una dislexia común: confundo v, b, c, s, z, y últimamente me ha dado por escribir muhco, en lugar de mucho), pero a menudo temo que el problema es la forma tan rara en que funciona la memoria. Ese instrumento de evocación fantasmagórica, que sigue unas reglas no siempre muy claras, ni muy justas. ¿Por qué se empeña en recordar nombre de jugadores de futbol, futbol americano, béisbol (muy pocos), tenis y pilotos de carreras, en lugar de guardas espacio para recordar los últimos novelistas que he leído, el ensayista americano que acaba de ahorcarse y que se llamaba…. (no lo recuerdo) o el nombre de esa antigua novia que se me escapa ¿Mireya? ¿Laura? ¿Lidia? ¿Ana?
Se podrá decir lo que se quiera, que la memoria es infiel, que no puede uno confiarse de ella, pero lo cierto es que cada vez más me de la impresión de que se trata de una cierta forma autónoma que se reconstruye cada vez a través de los más inverosímiles caminos: no sólo elige qué recuerda, la forma, el modo y el momento en que lo hacemos, sino que dinámicamente, a lo largo del tiempo, va cambiando de forma ese recuerdo: el primer beso, por ejemplo. Y no hay uno sino muchos, pues dependiendo del día, la hora y la forma en que se aviene mi memoria, el verdadero, el único, el auténtico primer beso es ese que una vez ocurrió una vez sobre Presidente Carranza, y luego el que te di detrás de la sala Netzahualcoyotl, los que nos dimos debajo de uno cojines, en Panzacola. Y después de un rato, aquel de la fiesta en secundaria (en un patio donde llovía), o el del asiento trasero de un coche, en la madrugada, y ese, inolvidable, en un extraño hotel de la Habana. Luego me ha asaltado el de Valencia, hace años, al lado de una alberca, en verano, era un chica rubia ¿Mariana? ¿Mónica? ¿María?. La memoria sigue sola recordándolos o quizás, a veces, me temo, inventándolos también. ¿No hubo un beso en un otoño imposible, en Nueva York?
Descubro que yo me cuento mis fantasías siempre en pasado. Qué es lo que hace que evoque mis deseos cómo ocurrencias pretéritas. Había, estaba, se acercó, los miraba… aun cuando espero, sueño, añoro, en el futuro. Y es que esa capacidad de vivir el futuro lo mismo que el ensueño, como un recuerdo, es parte de la fabulosa confabulación de nuestra fantasía.

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