martes, 5 de agosto de 2008

29 julio 2008


Hace mucho calor. No es un calor extremo como el de los trópicos, asfixiante, pesado. Ni siquiera es un calor como para irse a la playa y agarrar color. Es mas bien un calor húmedo que al principio no se siente, y que sólo con el paso de las horas –y vaya si hoy caminamos horas- se va haciendo más grueso, hasta volverse aplastante de estar tan presente.
No hace falta adivinar mucho para saber que hoy fue un día soleado. Aunque para los planes hechos, un día tan luminoso resultó una paradoja. En los asuntos personales, el día resultó estar lleno de claroscuros. No pudimos inscribirnos a la biblioteca pública que estaba concurrida y activa, e invitaba a estar en ella y pasar los ojos por los libros. No logramos, porque el día se fue convirtiendo, como se verá, en un laberinto, llegar a la biblioteca principal de Brown. En su lugar, primero, no pude sacar dinero del banco para pagar la renta –que pagamos por etapas, porque dependemos de lo que se nos permita sacar del cajero- y hoy “por seguridad” el banco decidió bloquear mi tarjeta (como suele ocurrir más que a menudo por que uno no sabe cómo informarle al banco de sus planes de viaje). Más tarde –y me sorprendo de la serenidad con la que afronté el hecho- y casi sin trabas y sin angustias -y en contraste también, con la experiencia de México- la desbloqué telefónicamente. Pero la aventura, si puede llamase así, comenzó tras el almuerzo.
Una anotación al margen, antes de seguir: traemos un lío con las comidas y con las horas y con las formas de comer, pues no comemos como antes, ni, supongo, como aquí se acostumbra, sino a las horas en que nos da hambre y que, pensamos, quizás ingenuamente, corresponden a las de aquí. Y se me ocurre, así de bote pronto, que entiendo por qué en Cuba comen a todas horas, al confundir la tradición española, con la americana.
Pero volvamos. Decía que tras el almuerzo decidimos que queríamos ir a ver el mar, o el río o lo que fuera que tuviera agua, pues en este estado en donde las placas de automóvil dicen The Ocean State., no habíamos visto nada que se la acercara en tres días y hoy aspirábamos a hacerlo. Pero al encaminarnos hacia las aguas, decidimos buscar primero la escuela de Bruno. Dimos con ella, un poco por orientación y otro poco por suerte. La escuela me recordó mi Kairós, sobre todo el salón de cerámica que me trajo de pronto recuerdos muy fuertes de mi escuela primaria, en la que más de una vez aprendí a hacer tazas y platos, siempre un tanto deformes, que no hace mucho sobrevivían en casa de mi madre. Con esto lo que quiero decir en realidad, no solo que la escuela me gustó, sino que me puso en contacto otra vez y con gusto, con ese magnífico frenesí de la creación y de la imaginación que alguna vez viví.
Pero si la escuela nos gustó a Adriana, a Bruno y a mi, -y supongo que también a Paolo pero él no dijo nada- su costo nos puso en capilla. Cuesta 50,000 pesos más que lo que tenía presupuestado para todo el año. Y además, porque aquí se paga de formas muy raras la escuela: primero uno firma un contrato, y paga en una sola exhibición –por lo que uno se hace acreedor a un descuento mínimo, del 2.5%-, trimestralmente o bien, mensualmente pero a través de una financiadora –SallieMae. De modo que, por un momento –uno podría decir, varias cuadras, pensamos que no nos alcanzaría y que quizá tendríamos que buscar opciones. Y ahí, en ese laberinto de preocupaciones en las que uno se abisma, nos perdimos. Comenzamos a caminar siguiendo una intuición indefinida, según yo hacia el mar, el río o simplemente el agua, que nunca vimos aunque, lo sé ahora, estuvimos más o menos cerca, hasta que tras ir a una tienda preguntamos cómo ir al río o al mar, o a donde fuera, y terminamos por volver, tras una larga caminata llena de zozobras y preocupaciones.
Al final retornamos. Volvimos sobre Hope St. un nombre significativo –además de una de las calles principales de Providence- con el que llamar al camino de regresos y de salida de casa.
La cosa es que me gusta esta vida familiar, cercana, en la que yo cocino y comemos juntos, y los niños ayudan a arreglar la casa y la cocina. Una vida que no llevamos en México, en donde cada quién come donde quiere y como puede. Pero vale decir, aun no hay televisión.
El día, claro, termina con una conversación de adultos con los niños. Es una manera de trasmitirles nuestra angustia, pero también de hacerlos responsables de lo que estamos haciendo. No lo sé aun, ni se qué tanto, pero por supuesto, que todo esto mueve muchas cosas.

1 comentario:

. dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.