miércoles, 6 de agosto de 2008

31 julio 2008

Las burocracias son, quizás por su propia naturaleza, muy parecidas en cualquier parte. Ocupan edificios feos –construidos entre los 70s y los 80s-, que además parecen deshabitados. En ellos, los escasos burócratas presentan la misma actitud entre desganada y prepotente. La seguridad social en Providence no es una excepción: se encuentra en el tercer piso de un edificio de oficinas federales de ladrillos rojos y apariencia moderna, al final de la calle Westminister, en el centro de la ciudad.
El edificio no tiene otra particularidad que el de parecer de oficinas de gobierno. Y al interior, el panorama no cambia mucho. A la entrada un arco detector de metales, con los tres uniformados que de camisa blanca (algo impensable en México) y pantalón azul, reciben con los rituales de costumbre. En el segundo piso fui a obtener mi número de seguro social, que no comprendo muy bien para que sirve, pero sin el cual no puedes hacer nada, no hay nada más que un grupo de ventanillas y un corredor de sillas, donde salpicados aquí y allá había unas cuantas personas. Precisamente aquellas que imaginas encontrar en un lugar así, y que, probablemente, están ahí siempre, por el aire acondicionado y las sillas, por el tipo de solicitudes y compensaciones que puedes hacer.
El tramite fue rápido pero, como buenos mexicanos, pensamos que no podía ser tan simple y decidimos enredar las cosas. Discutimos si sólo yo, o todos, debíamos tener ese número… y esa discusión nos hizo ir al edificio de inmigración, que casi cualquier transeúnte conoce en Providence, para enterarnos que bastaba con que yo, y sólo yo, tuviera ese número. Ahora solo espero un correo postal para, más adelante, poder completar el trámite y obtener mi tarjeta.
El resto fue comer y visitar el mall, tomar un autobús, que costó casi tanto como si hubiéramos tomado un taxi (7.25).
Por la tarde yo me detuve un largo momento, a contemplar desde la ventana del porche y con sorpresa, cómo los automóviles se detienen antes un aviso de “Stop”, sobre una calle en la que prácticamente no pasan autos, y no hay peatones, un instante para luego continuar su camino. Qué es lo que hace que estas personas tengan esa relación con las señales de tráfico, con la cortesía necesaria con el peatón, con las reglas. ¿Es el ambiente provinciano de la ciudad? ¿Es cierto tipo de educación? ¿una tradición cultural?
Por cierto, conocimos desde ayer, aunque sólo hoy le vimos con algo de calma, a Mark Binder, vecino en Morris Av. que tiene un hijo de 12 años que le saca una cabeza a Paolo, y que es Author y storyteller, como dice su tarjeta. Prometió invitarnos a cenar la semana. Es difícil no sentirse bienvenido cuando te reciben como nos han recibido, Rose, Mona y ahora, Mark.

4 comentarios:

Itzel dijo...

Pensé que la camisa blanca y los pantalones azules sólo eran cosa de Homero Simpson. Gracias por enviar el link. Da gusto leer que la estás pasando bien, aunque confieso que también un poquito de envidia. Hasta ahora todos mis relatos sobre viajes son absolutamente inventados.

atopías dijo...

Querido Ernesto, estás obligado por el destino a traer las riquezas apropiadas a la ciudad del águila y la serpiente.
Va un abrazo.

Lienzo dijo...

aaaaaaaaaaaah!!! es que era tan absurdooooo! aaaah!!! nunca pude entender porque los gringos se detenian en las esquinas si no venía ningun ningun ningun ningun coche!!!! aaaaah sentia una desesperacion solo comparable a cuando ves a alquien comer tacos con cuchillo y tenedor.... INCOMPRENSIBLE!casi atisbos de locura gringa diria yo

. dijo...
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