lunes, 4 de agosto de 2008

Providence 28 julio 2008

Llegamos al fin. Un viaje largo como hacía mucho que no teníamos uno. Un viaje propiamente de tres días: salimos el viernes –pasamos la noche en casa de los abuelos. El sábado, luego de un vuelo movidito, llegamos tarde a Atlanta para la conexión con el que nos llevaría a Boston. De modo que pasamos la noche ahí, en un hotel llamado The Red Roof Inn donde la aerolínea había negociado un descuento. Por cierto, el nombre del hotel me pareció exótico y aun no logro hacerme una imagen de algún tipo con él.
La verdad es que todos estábamos tan cansados, que la idea misma de dormir antes de salir de nuevo al aire, resultaba de los más atractiva. La última semana, llena de angustias y sobresaltos, infundados todos, no nos habían dejado dormir. Además, un restaurante de una conocida cadena que prepara waffles –no recuerdo el nombre del lugar- fue motivo de entusiasmo para mis hijos, y una buena solución para acabar un hambre que estaba por volverme loco. Lo más sorprendente, visto ahora en perspectiva, es la serenidad que mantuvimos todos antes lo imprevisible de la situación. Ni Paolo, que había perdido un juego en el avión (no uno cualquiera, sino el Guitar Hero), ni Bruno, que puede ser completamente intratable cuando hay una emergencia, ni Adriana, tan dada a los reproches y las quejas, ni yo, que tan fácilmente recurro a los si hubiera… echamos manos de nuestro arsenal para torturarnos, agredirnos o desesperarnos. No. Todos mantuvimos la calma, y después de cenar, fuimos a dormir bajo ese extraño techo rojo unas cuantas horas, porque había que levantarse a las 4 y media, para estar de nuevo en el aeropuerto a las 5:30. Ahora si para tomar el vuelo a Boston.
Y eso hicimos, puntualísimos. Y todo fue de maravilla. Llegamos a Providence. después de tomar un autobús desde el aeropuerto Logan. Un autobús que, en contraste con el frenesí del viaje, era un bálsamo: el chofer manejaba a un ritmo perfecto, relajado, sin sobre saltos, para ser tan puntual como lo fuimos nosotros. Y Paolo y yo (Adriana había dormido en el avión y de Bruno no se) dormimos a pierna suelta. Tan dormí bien que se me olvidó por completo y hasta ahora (y quizás mañana, cuando vea mi estado de cuenta) que el hotel reservado en Boston para pasar la noche y al que no llegamos, me cobraría el costo de la habitación… (la segunda baja del viaje, después de la lamentable pérdida del juego de Paolo).
Pero llegamos al fin. Y en Providence nos esperaba Rose Smith (nuestra casera) con su hijo y un amigo suyo (y de Mona que como se verá es un personaje fundamental en esta historia) en la casa que habitaríamos: el segundo piso de una casa típica de esta zona de la Nueva Inglaterra. La casa era más grande de lo que esperábamos. Había tres cuartos –y no sólo dos, como lo pensábamos. Así que Bruno se alegró de no tener que dormir con Paolo, y cada uno cogió de inmediato su propia habitación. La mía y de Adriana, extrañamente, queda lejos del baño, y detrás de la cocina, lo que me parece un buen síntoma –pues en un lugar parecido se encontraba la estatua de Príapo en la casa de los Vetti en Pompeya.
Rose es una mujer agradable y muy bien dispuesta, que nos ha hecho la vida esplendida. No sólo la casa está impecable, y con el mobiliario necesario, sino que además se ha ocupado de proveernos de algunas cosas que pudieran hacernos falta y que no estaban originalmente incluidos: una tele, una cafetera, un horno eléctrico. Y en los dos días que llevamos aquí, me sorprende verla francamente preocupada por que nos sintamos completamente a gusto. Ella es menuda, de poco más de 50 años. Y da la impresión de ser una mujer endurecida por la vida, que no a perdido ni el gusto por vivirla, ni la sencillez de compartirla.
Mona es de cierta forma, la artífice de que vivamos aquí (ella convenció a Rose de que rentara el departamento y a nosotros, sin mucho trabajo, de que lo tomáramos). Y hoy vino por nosotros. A las 10 de la mañana estaba a la puerta, en la mejor disposición para llevarnos de compras, a conocer algo de Providence, y a hacer algunos trámites burocráticos para quedar perfectamente legales en este país lleno de mexicanos que no lo son. Es una mujer grande –sin exagerar- de origen Noruego, que marcó casi de inmediato si distancia frente a la cultura americana. Con Adriana hizo unas migas excelentes y logró que nos sintiéramos completamente bienvenidos y en casa.
Hoy, pues, fue día de supermercados –cuyo principal resultado fue una elevación de mi preocupación frente al costo de la vida (nuestra vida) en este país- y de sencillos trámites burocráticos, por los que conseguí una credencial de Brown y con ello el acceso a la biblioteca virtual y no virtual.
Pero vale la pena recordar el día de ayer porque por la tarde, aburridos y sin tele, salimos a dar una vuelta. El día estaba encapotado y había llovido. Pero estaba fresco y se podía caminar, así que fuimos hacia Brown y su pequeño conglomerado de tienditas (la universidad es, físicamente hablando, un poco evanescente, porque fuera de un par de edificios emblemáticos en su corazón, se va haciendo indistinguible por las calles, en las que aparece y desaparece por doquier. El caso es que tomamos un helado, descubrimos el cine de arte y de vuelta, nos hemos mojado hasta quedar hechos, verdaderamente una sopa por completo.
Por cierto que hoy los niños gastaron todo su dinero (o casi) en comprar juegos de video (Broadband, un Xbox, y libros y películas y muñecos de Hellboy…) con los que nos torturaron toda la tarde, sin piedad. Lo cierto es, sin embargo, que eso es algo que nos ha hecho sentir como en casa a todos. Hay al menos, lo que es conocido. Y para mi, que lo he disfrutado escribiendo estas líneas en caso hora y media, me encanta el tener tanto tiempo, la maravilla de que esto se prolongue o pueda prolongarse casi tanto como uno quiera…

No hay comentarios: